sábado, 28 de abril de 2007

Género y dinero en la vieja ecuación del poder

María Inés García Canal


Los elementos de esta triada se interrelacionan, se tejen y entretejen constituyendo una red intrincada que, a partir de la sociedad moderna, se enuncia baja la ecuación:

poder = masculinidad + dinero

Esta ecuación indica, por un lado, que el ejercicio del poder, en todas sus manifestaciones, es exclusivo del hombre en tanto género masculino, y por el otro, que la acumulación de dinero legitima el ejercicio del poder y afirma la masculinidad.

En esta ecuación la mujer, como género femenino, se halla imposibilitada para el ejercicio del poder y, al mismo tiempo, excluida del uso y acumulación de dinero. La ausencia de la mujer en esta ecuación afirma y confirma la feminidad, entendida como pasividad y dependencia.

Pareciera que la sociedad moderna heredó viejos simbolismos a los que hizo propios y refuncionalizó. A través de ellos se representaba el poder: el centro (el poder político), la espada (el poder militar), la cruz (el poder religioso) y el oro (el poder económico), todos ellos ornamentos masculinos, atributos genéricos que remitían al hombre. Estos simbolismos, a su vez, se hallaban atravesados por otros: la posición (la verticalidad, la erección) y la posición rítmica (la acción, la violencia); el falo se transformó así en significante del poder.

Los sujetos se mueven en el plano de las creencias, de las discursividades que los conforman, que los obligan a pensar, a actuar, a sentir. Al interior de esta simbología se ha construido una manera de ver, una forma de hablar, una "manera de ser". De ahí la dificultad de su modificación, de su quiebre; de ahí su persistencia por siglos.

Los sujetos se constituyen, aun sin quererlo, en reproductores y reafirmadores de ese orden. Poco importa si responden o no a lo real, a través de estas creencias, la mayoría de las veces no conscientes, se construye un simulacro de lo real que actúa como realidad, que es más real que lo real.

Analicemos por separado cada uno de los términos de la ecuación e intentemos luego entrelazarlos para finalmente verlos jugar en el mundo de hoy, a fin de observar si continúa siendo válida la vieja ecuación.


El poder

De acuerdo con Michel Foucault el poder no es otra cosa que la capacidad y el modo de dirigir las acciones de otros; el poder es "un modo de acción sobre las acciones de los otros".(1)

El poder sólo existe en la acción que se ejerce para que el otro, o los otros, realicen o no una determinada acción, de allí que el poder será siempre un ejercicio, un modo de acción de unos sobre otros. Es siempre una relación, relación de parejas, sean individuales o colectivas.

Esta concepción amplía la mirada y permite observar todas y cada una de nuestras relaciones como relaciones de poder: desde el secreto de la alcoba hasta la relación del sujeto con la ley o con los organismos estatales. Nadie escapa a las relaciones de poder, y éstas no son únicamente violentas ni tampoco requieren del consenso, sino que utilizan tácticas variadas, puntuales. El poder no sólo reprime; también incita, seduce, induce, facilita o dificulta, amplía o limita, hace más o menos posible una acción, constriñe o prohíbe, pero siempre es una manera de actuar sobre la acción de otros sujetos.

El poder no se posee, "se ejerce en toda la densidad y sobre toda la superficie del campo social":(2) en la familia, en las relaciones sexuales, en la casa, en la escuela, en la fábrica, en el vecindario. Es una relación bélica en la cual se gana o se pierde en cada uno de los choques o enfrentamientos.

Nunca se encuentra en su totalidad "apropiado" por uno de los lados, aunque sin duda en toda sociedad hay una clase, un grupo, un género, que ocupa estratégicamente una posición privilegiada y que, en esta guerra, acumula victoria sobre victoria, lo que facilita su ejercicio, logrando por momentos su legitimación social.

El poder siempre se ejerce: el poder que el padre ejerce sobre el hijo, el hombre sobre la mujer, el maestro sobre el alumno, el médico sobre el paciente, el psiquiatra sobre el loco, el capataz sobre el obrero, el patrón sobre el empleado.

Esta relación no se da en una sola y única dirección, es decir, del que ejerce el poder hacia aquél que lo sufre, del sometedor al sometido, sino que este último intenta escapar de la relación, hacer trampas, crear espacios de sobrevivencia. La tensión entre ambos términos que constituyen la relación es lo que permite que la relación sea creativa: ante el rechazo o la huida del sometido, el sometedor estará obligado a afinar sus técnicas para que el sometido no se escape a su dominio.

Esta tensión constante hace de la cotidianidad una guerra, ya sea abierta o soterrada, una lucha y enfrentamiento constante. Esta tensión encuentra en sí misma su punto de placer y la explosión del erotismo. El poder atravesado por el placer: placer del sometido al escapar al ejercicio del poder, al hacerle trampas, y placer del sometedor al lograr dominar y someter.

El género masculino ha acumulado victoria tras victoria en esta guerra, lo que ha facilitado el ejercicio del poder de los hombres sobre las mujeres, aun cuando ambos, hombres y mujeres, se hallan sometidos a las reglas del juego que conminó a los hombres a ejercer el dominio como atributo genérico reafirmándolos en el placer de someter, que los hace más masculinos, más hombres, en tanto que las mujeres, educadas en el sometimiento, fueron inducidas a gozar en su dependencia; las reglas del juego generaron en ellas un deseo sometido que ya no pudo gozar sino de su propia sumisión.

En esta relación peculiar entre víctimas y verdugos las víctimas ejercen una cuota de poder desde su propio sometimiento y dependencias. Encargadas del manejo del hogar y del cuidado y educación de los hijos, a partir de este lugar ocuparon el espacio de lo privado para ejercer su cuota de poder como beneficio secundario, dando lugar a lo que pareciera contradictorio: el poder de la víctima.


El género

Cada vez más los estudios y reflexiones realizados ponen de manifiesto que las diferencias genéricas son, más que hechos de naturaleza, construcciones culturales. La diferencia entre lo masculino y lo femenino depende de una serie de valores y prácticas con relación a la mujer, dentro de un marco social organizado en torno a los valores culturales de la masculinidad.

La mujer y el hombre son datos culturales, son formas construidas culturalmente. Esto pone en duda el lugar de lo biológico, del dato natural. Debemos tener presente que la naturaleza es una instancia interior de la cultura misma porque la pensamos o experimentamos como un objeto cultural.

Cada vez que hablamos de hechos de la naturaleza éstos ya han sido pasados por el espacio de la cultura que los interpreta como tales. En toda cultura existen a prioris histórico culturales que son tomados e interpretados como hechos de naturaleza, tal como la diferencia genérica inscrita por la cultura bajo el registro de lo natural, siendo este juego lo que impide pensar dicha diferencia como un hecho histórico.

Si pensamos al género y a la diferencia genérica como construcciones culturales entonces los habremos sacado del orden estricto de la naturaleza, y de esta manera, al historizarlos y "desnaturalizarlos" los hemos sometido a crítica.

El género que divide a la especie humana en masculino y femenino, al ser una construcción cultural, da su sello a la anatomía. En función de ello podríamos establecer ciertas distancias entre hombre/mujer; lo hombre/lo mujer, y finalmente lo masculino/lo femenino.


Hombre/mujer. Esta primera distinción se inscribe en el orden biológico y anatómico, y es tan clara que casi apunta a la certeza, salvo en los casos donde la naturaleza pareciera que se confunde, como en el hermafroditismo. Aquí se tendría que ubicar al concepto de sexo, que tiene una neta base anatómica.

Lo hombre/lo mujer. En este registro se juega el orden de la cultura en tanto prácticas cargadas de sentido. Se trata de los elementos concretos que "socialmente hablando" nominan a los hombres y mujeres (formas de vestir, de hablar, tipos de discursos, marcas corporales, gestualidades, comportamientos), es decir, las formas específicas en que un cuerpo de hombre o de mujer debe presentarse socialmente para ser reconocido como tal. Son formas estereotipadas que marcan y codifican a los cuerpos y al habla de los sujetos y que permiten el reconocimiento de los otros. Este registro se inscribe en el imaginario social generando una "imagen propia" de hombre y de mujer (propia en un doble sentido: en tanto propiedad y posesión, y en tanto pulcritud y limpieza). Sin embargo, en función de estas imágenes, lo hombre y lo mujer no necesariamente coinciden en su totalidad con el hombre y la mujer. Cada sociedad elabora lo característico de lo hombre y lo mujer, existiendo distancia entre el hombre o la mujer concretos y la imagen socializada de lo hombre y de lo mujer en un espacio-tiempo determinados. Así, cada ser concreto es más o menos hombre, o más o menos mujer, en función del registro imaginario. Aquí podría inscribirse la sexualidad.

Lo masculino/lo femenino. Este registro se mueve en el plano de lo estrictamente simbólico. Son todas las discursividades textuales y visuales producidas por la cultura; no se dan de una vez para siempre sino que se van construyendo y deconstruyendo en un continuo devenir. Estaríamos aquí en el plano del modelo que la sociedad construye, de la ética y del deber ser. No es otra cosa que la fábula que se asienta sobre lo biológico y sobre las prácticas cotidianas. Aquí podríamos inscribir al género.

El primer registro, el orden biológico, sirve de basamento, de fundación primera sobre la que se construye el orden imaginario que fija las prácticas y el orden simbólico que sirve de modelo. Este primer orden no es un orden de naturaleza en sentido estricto, dado que ya ha pasado por la ordenación del lenguaje.

Entre los tres órdenes existe una estrecha relación, una red de implicaciones, de tal manera que la cultura no sería pensable sin hombres y mujeres (biológicamente hablando) que actúan bajo formas y normas específicas. Lo simbólico es el resultado del continuo hilar de los sujetos, de producir tejiendo la trama de lo cotidiano, pero, a su vez, lo simbólico incide en la trama de las prácticas, convirtiéndose en los parámetros de dicha trama, en los bordes de lo posible.

Existe así un constante ir y venir de lo simbólico a la trama cotidiana y a los cuerpos, y de estos a aquellos. El juego es constante, uno incide en los otros, uno marca y fija a los otros órdenes. No hay uno que sea causa y los otros efectos sino que cada uno es, a su vez, causa y efecto de los otros.

Hay algunos órdenes más irreductibles que otros. Por ejemplo, el registro de los cuerpos se enquista en la anatomía, mientras que las cristalizaciones del simbólico restringen y detienen las expresiones transformadoras. El tiempo de desplazamiento de este último registro es lento ya que trabaja fundamentalmente con el pasado, es el trabajo muerto de los sujetos y el peso de la historia. Es en este registro donde los hechos de cultura pueden ser transformados en hechos de naturaleza.

Si relacionamos el poder y el género observamos que la cultura otorgó el ejercicio del poder al género masculino, representado por los hombres, quienes lo ejercen por derecho, ya que, según la cultura, la naturaleza los dotó de actividad. En tanto, el género femenino fue alejado de dicho ejercicio al ubicar a la mujer bajo condiciones de sometimiento y dependencia, ya que ellas, según la cultura, por naturaleza y por el simple hecho de ser mujeres, son pasivas, olvidándose que actividad y pasividad son hechos de dominio y no de naturaleza, como se les ha querido mostrar a lo largo de la historia.

Los griegos distinguían entre forma activa y pasiva en el ejercicio de las cosas del amor. Para ellos la forma activa era un valor, un papel de carácter masculino unido a la penetración. La actividad estaba enmarcada por su condición de sujeto, por lo tanto, sólo podía ser ejercida por los hombres libres y adultos.

Para los griegos, la actividad tenía su basameto en la posibilidad de ser agente y sujeto del acto, de no estar en condición subordinada, que implica, por sí misma, falta de libertad.

La forma pasiva era considerada un vicio para el hombre adulto o una condición para ciertos sujetos debido a sus características físicas, sociales y de edad. Así, a las mujeres, los muchachos y los esclavos se les consideraba pasivos.

El pasivo jugaba el papel no de sujeto sino de objeto. El pasivo era un paciente, ya que sobre él se ejercía la actividad. La división no estaba dada entre sujetos de diferente sexo sino simplemente por un acto de gobierno. Aquél que gobernaba no debía caer jamás en situación de objeto de placer de otro.

"El macho en tanto macho es activo", pero eran excluidos los muchachos y los esclavos. "La hembra en cuanto hembra es pasiva", ya que está bajo el gobierno del varón, sea el esposo, padre o amo.

El concepto de pasivo ha ido tomando una connotación cada vez más amplia, de tal manera que pasividad se contrapone a acción, siendo su negación. Aquél que se ubica en la pasividad no es sólo objeto del placer sexual de otro; es también alguien que ha perdido toda posibilidad de actuar.

La actividad, patrimonio masculino, erige a los sujetos que la ejercen en sujetos de su propio deseo, en tanto que aquellos que se ubican en la pasividad se convierten en objeto del deseo ajeno. Actividad y pasividad se engarzan a la situación de sujeto y objeto, de tal forma que es posible unir ejercicio del poder, actividad y masculinidad de un lado, enfrentado a dependencia, pasividad y feminidad del otro, convirtiéndose éste en el modelo de relación entre los sexos.


El dinero

La reflexión se complica en cuanto agregamos el dinero, representante universal del intercambio, exento de valor de uso alguno y sólo utilizable para la adquisición y acumulación de objetos.

La posesión de la moneda como circulante del dinero estuvo, durante siglos, en manos de los hombres; las mujeres quedaron excluidas de su manipulación ya que la moneda tenía la connotación de lo sucio, lo ruin, alejada de toda espiritualidad y convertida en el símbolo mismo de la materialidad.

No está lejos de esta perspectiva la teoría psicoanalítica del dinero. Los análisis de Freud descubrieron que en el inconsciente existe una permutación entre heces fecales y dinero. Las heces son el don inicial que el niño obsequia a la madre, una parte de su cuerpo que entrega a la persona amada; es lo más valioso que el niño arroja constituido en desecho que luego identificará con el oro y el dinero.

Ferenczi elaboró la génesis del interés por el dinero partiendo del propio interés del niño por retener las heces fecales. "Lo guardado y adquirido se enlazan, como símbolos de la caca, oro, piedras preciosas y dinero, y mantienen su equivalente simbólico en el inconsciente".(3)

A través de estas consideraciones es posible entender por qué la cultura ha querido dejar de lado a la mujer en la manipulación del dinero en tanto madre, mujer pura, perdida de sí misma en el cuidado de los hijos. El dinero y la moneda mancillaban y ensuciaban su pureza; sólo aquellas mujeres entregadas a la sexualidad y al deseo manipulaban dinero: la prostituta que ponía precio a su cuerpo. Fue fácil elaborar la opinión de que toda aquella mujer que cobrara por sus servicios, fuesen los que fuesen (¿y qué servicio podría facilitar la mujer que no fuese el de entregar su cuerpo?) se le considerara prostituta, una de las pocas "profesiones" para las cuales, se decía, era apta la mujer.

La desvalorización de la que ha sido objeto la mujer durante siglos la alejó de la moneda, de la "indecorosa" tarea de obtener dinero para su manutención, esa era tarea de hombres; en tanto que si manipulaba moneda y dinero y cobraba por su trabajo, ejercía, sin duda, la prostitución, cual si no hubiera tenido otra cosa que ofrecer a la sociedad que su propio cuerpo para placer del cuerpo masculino, quien pagaba por el acto sexual como por cualquier servicio.

Hoy el dinero tiene otras características. Además de la moneda, que se mantiene como una curiosidad antigua, residuo de un tipo de sociedad que desaparece, comienza a parecer con fuerza otro tipo de dinero, el dinero electrónico, circulación de información que posibilita el gasto de ciertos sujetos. Este medio vuelve al dinero aséptico, lo limpia de connotaciones ruines, vulgares y sucias y lo convierte en una información; ya no es la moneda que circula de mano en mano y que el avaro deleznable acumula gozando con su contacto. Hoy existe sólo una información que genera la capacidad de compra, de goce, de uso, de renta o de abuso.

Los grupos hegemónicos poseen cifras, no monedas que tintinean en sus bolsillos, cartas plásticas que del oro sólo tienen el color. Ya no acumulan dinero ni moneda sino que la posesión se vuelve electrónica. Ya no poseen propiedades; sus posesiones se convierten en un juego de bolsa, manejos financieros y especulativos que aumentan cifras, simulacro de dinero que posee una enorme efectividad.

El ejercicio del poder aumenta. Los grupos hegemónicos desconocen territorios, naciones, estados, raíces, solidaridades; son una población flotante con incidencia y poder allí donde se encuentren. Han perdido el rostro, la nacionalidad y el sexo, sin embargo se hallan rodeados por el hálito de lo masculino, de la virilidad.

La actividad, en tanto acto de dominio y gobierno de otros, se va nuevamente independizando de los sexos, pero no se desprende de un valor genérico. Este tipo de nueva moneda refrenda y reafirma la masculinidad, más allá de hombres y mujeres. Sin importar quien haga a la mujer, todos aquellos que se encuentran en situación de pasividad se hallan ubicados en lo femenino, independientemente del sexo al que pertenezcan; de la misma manera, aquellos que se hallen en el lugar de la actividad, más allá de su sexo anatómico, son considerados masculinos, gozan de la virilidad.

La ecuación se mantiene. El ejercicio del poder, sin duda, es legitimado por el dinero, pero ahora un dinero electrónico que, más que moneda circulante, es información electrónica sin límites de fronteras, al tiempo que continúa guardando el signo de lo masculino, no ya de una masculinidad amarrada a un cuerpo con ciertas características anatómicas sino fundamentalmente inscrita en una actitud, entendida como acto de gobierno y de dominio de un sujeto de deseo en la búsqueda de objetos de su placer, sean hombres o mujeres entendidos anatómicamente.

La pasividad es femenina, sin importar si es un hombre o una mujer quien se ubica en situación de objeto del deseo del otro. Los referentes concretos han desaparecido, el género es una construcción cultural y se ubica en una actitud, en una gestualidad, en un acto de dominio o bien en una situación de sometimiento. El género masculino permite a los sujetos que se ubican en él ser sujetos, en tanto que el género femenino habla de objetos, objetos del deseo, del uso y el abuso de unos sobre otros.


Notas

1. Foucault, Michel. "El sujeto y el poder", en Dreyfus, H. y P. Rabinow, Más allá del estructuralismo y la hermenéutica, Unam, México, 1988, p.239.

2. Foucault, Michel. "El poder y la norma", en La nave de los locos, núm.1, 1985, Universidad Michoacana, p.5.

3. De la Hanty, Guillermo. Génesis de la noción del dinero en el niño, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, p.26.9

María Inés García Canal. Maestra universitaria de la Universidad Autónoma de México, investigadora y autora de varios libros relacionados a los temas del poder y la creatividad


Este artículo fue originalmente publicado por la Universidad de Guadalajara, en la sección La Ventana del sitio Web de dicha casa de estudios

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