sábado, 28 de abril de 2007

MIRAR DESDE AFUERA… Y VER

Margarita Pisano

La macrocultura vigente ha encubierto todo, tramposamente, en una aparente neutralidad amorosa. El lugar en que me sitúo para ver es el AFUERA. Hablar desde el sistema es fácil. Desde allí se apela a lo instalado, reafirmándose la idea de que el sistema es modificable y válido en toda su extensión y profundidad. Por lo tanto, un planteamiento que va más allá no está en igualdad de condiciones, provocando una cierta sordera y una gran incomodidad.
En el mundo intelectual se han elaborado críticas a la cultura, más profundas e incluso más implacables que las que se han hecho desde el feminismo. Quién sabe, el poder del pertenecer hace posible esta visión. La timidez del feminismo es consecuencia, por un lado, de lo descalificadora que es la masculinidad con las mujeres, y más aún, con las que son pensantes, deslegitimándolas peyorativamente, con los costos que esto ha implicado, históricamente, en sus vidas cotidianas y sus cuerpos.
Por otro, también es consecuencia de la ambigüedad y las contradicciones profundas de estar y no estar en el patriarcado –una especie de extranjería–, y, sin embargo, combatirlo, proponiendo igualdades y diferencias. Esta pérdida de radicalidad es producto
de no contar con cierto desparpajo para situarse AFUERA, sin avanzar en la deconstrucción, con
la misma velocidad con que la masculinidad hace sus acomodaciones. La timidez del feminismo masculinista negocia como cualquier arribismo que quiere pertenecer al poder de estas estructuras de dominio.
Al plantear este AFUERA, me refiero a la posibilidad de desprendernos para desmontar el orden simbólico existente y no a estar fuera del mundo. Porque el mundo nos interesa y nos interesan los que lo habitan, consideramos urgente el derrumbe de este sistema de relaciones violentas y la construcción, a su vez, de otra cultura macro, a la que no debemos bautizar, pues se inventará a través de un intercambio humano entre nosotras y luego –no antes– con
otros seres humanos que no serán los tramposos patriarcas modernos.
Una se puede considerar AFUERA cuando se es capaz de problematizar y revisar todo, sin considerar lugares sagrados e intocables, teniendo la libertad de cuestionar las religiones, sus dogmas y sus libros sagrados, la ciencia, la historia, la filosofía, los partidos políticos, los ritos y costumbres, la medicina, la moral, los amigos, la pareja, la familia, los
Nietzsche, Marx, Derrida, Foucault, TODO. Una mirada que descubra nuestros escondites y nichos… Mirar desde AFUERA tiene que ver con la libertad.
¿Qué haremos con tantos dioses e iglesias y tantos héroes y regimientos vacíos de su propio contenido? La ser humana y el ser humano en sí mismos no cambiarán, cambiarán sus deseos, sus ideas, sus lógicas, sus costumbres, sus creencias, sus verdades
y sus libertades… sólo por mencionar algunas fantasías de futuro.
Desde la Institución, el análisis de género se legitimó y neutralizó, despolitizando el desequilibrio perverso –entre mujeres y varones– en el que el sistema se sostiene y que nos está conduciendo, vertiginosamente, hacia la deshumanización. El género ubica lo femenino y lo masculino en una relación asimétrica, sin traspasar la línea crítica del desmontaje de sus valores y privilegios.
Esta macrocultura no se modifica con las demandas de igualdad dentro de sí misma y/o en la exaltación de las diferencias, sino que responde a una lógica de superioridades discriminaciones y a la ceguera del orgullo por su historia y su cultura. Las reivindicaciones no generan ideas distintas a las permanentemente remozadas por la masculinidad: la igualdad, el respeto, la tolerancia, la libertad, son conceptos elaborados desde el cuerpo histórico varón; sus reivindicaciones parten desde una historia legitimada, las de las mujeres, no. La libertad
vivenciada por un cuerpo mujer, domesticado y con potencialidades reproductivas, es radicalmente distinta a la del varón.
Las mujeres han ido accediendo a la masculinidad –como féminas– y esto se confunde con cambios culturales, y sólo son de costumbres. Pienso que la libertad, la igualdad, incluso el amor, son buenas ideas que, envueltas en papel de cumpleaños, se transforman en las más eficientes para pervertir el deseo de autonomía y de verdadera libertad de cada
ser humana.
Desde el lugar político-simbólico en que me sitúo, no creo en este sistema y en su capacidad de cambio civilizatorio, al contrario, lo creo capaz de generar cada vez más violencia, como consecuencia de su lógica, encarnada en un solo cuerpo sexuado, histórico, válido. Es cuestión de mirar… y ver… dónde estamos y lo que hacemos como humanidad. La
masculinidad contiene la feminidad, es una sola ideología y constructo cultural. Esta mirada es crucial para entender la macrocultura vigente desde un lugar lo menos enganchado y contaminado con ella.
En esta masculinidad/feminidad, la que piensa, hace y ordena es la masculinidad. El colectivo de varones pensó e instaló a las mujeres dentro de la feminidad. Sin embargo, lo femenino no somos las mujeres, a pesar de que sólo nosotras tengamos la experiencia sometida de la feminidad. Se trata de una construcción social, política, económica y emocional
desde un cuerpo ajeno. La feminidad no tiene autonomía ni un cuerpo pensado-pensante, valorado desde sí mismo: obedece a quien la piensa y asume aberrantemente la cultura masculinista como propia.
Entendido así este monomio simbiótico de lo masculino-femenil, no es extraño que hoy los varones quieran recuperar para sí mismos lo que encuentran deseable de la feminidad, creada por ellos y para ellos. De esta manera, transitan desde un patriarcado fuerte y duro hacia una masculinidad más plena y suavizadora de sus exigencias y, sobre todo, de sus responsabilidades actuales e históricas. Yo llamo a esto: “el triunfo de la masculinidad”.
Si se analiza, desde el AFUERA, en la última película de Almodóvar, Hable con ella (premio Óscar), se ve esta proyección: los hombres lloran, cuidan, sienten, mientras las mujeres se des-cerebran, sus cuerpos aparecen mudos, manipulables y violables; máxima realización de la masculinidad/feminidad, como expresión de su gran fantasía.
Reivindicar la capacidad de emocionarse y llorar, como si fuese lo femenino en un cuerpo varón, me parece contaminado por la contralectura de que una mujer inteligente, activa y pensante tiene más desarrollada su parte masculina (la cabeza). O sea, pensar, crear y hacer política, que es constitutivo de lo humano, está apropiado por la masculinidad.
Por lo tanto, la operación de descalificación y de sometimiento de las mujeres ya está en marcha, y es más profunda de lo que aparenta, aun cuando la masculinidad reivindique parte de la feminidad para sí; de este lugar simbólico, saca y pone lo que le conviene social, política y económicamente.
La operación que hizo la masculinidad patriarcal –y que continúa re-significando la masculinidad moderna– fue dejar el cuerpo cíclico de las mujeres atrapado en la simbólica naturaleza-animalidad, despojándolo de la creatividad intelectual humana, pero enfatizando su intuición, su amor-entrega y emocionalidad (descerebrándolo). En cambio, al cuerpo varón, que también es naturaleza, lo transformó en pensante, hablante y capaz de crear símbolos
y valores, instalándolo en un protegido y ventajoso orgullo.
Por eso, es muy distinto desear parte de la feminidad desde el lugar del poder (poder elegir feminidades), a resistirse a ella desde el lugar del dominado, como lo han hecho muchas mujeres durante siglos, que han servido a los hombres y han sido la fuerza de reposición y reserva de su sistema cultural. No rescato Nada de la feminidad: el llorar no es un privilegio, la comodidad de lo femenino, para las mujeres, esconde esclavitud; para los varones,
representa libertades.
Aunque suene repetido, una cosa es la resistencia, y otra, la verdadera rebeldía. Plantearse la deconstrucción de la masculinidad/feminidad es urgente. Sin una historia hablada, construida e interpretada desde el AFUERA, seguiremos nuestra existencia en la ajenidad de lo femenino e insertas en la deshumanización.
Una de las plataformas de la masculinidad/feminidad para mantenerse vigente es su concepto de amor: salvador, incondicional y eterno, que traspasa los espacios íntimo, privado y público. Por amor se aprende la propiedad y la fidelidad sobre las personas y su sexualidad. Se tiene fidelidad sexual, fidelidad a un apellido o a la iglesia; se tiene amor a la familia, a la patria, a la pareja, a los amigos o a los pobres. Por amor se debe dominar el cuerpo y el
cuerpo reproductivo con mayor razón; los varones siempre han envidiado nuestra seguridad de saber quiénes son nuestros hijos.

¿Qué clase de libertad se arrastra en este oscurantismo?
¿Cómo podremos salir de este Todo despedazado?

Las mujeres, dentro de la feminidad, son significadas por el orden maternal, desapareciendo como personas pensantes, creadoras, autónomas y gozosas de la vida. Su lugar social reconocido es el de la Madre, cuyo amor es el bueno, absoluto, sacrificado, sin razones, ciego y para siempre, paradigma del resto de las relaciones. A partir de esta propuesta
masculinista de la buena madre, las mujeres –persiguiendo este modelo inalcanzable– caen en un continuo proceso de autoinculpación, causante de su esclavitud simbólica, relacionándose entre ellas, con ellos y con el mundo a través de un sistemático madrerismo femenil (tengan o no hijos).
El madrerismo encubre el gran sistema de traiciones contra las mujeres, negándoles las condiciones de lo humano y sosteniendo la misoginia, ejercida por el patriarcado-masculinista y las mujeres femeninas. De esta manera, la buena madre es la gran reproductora del mismo sistema que la esclaviza y la desaparece, en una aparente des-ideologización
y naturalización. Ésta es la feminidad contra las mujeres, donde se cultiva y ejerce la desconfianza hacia ellas y entre ellas.
“Porque el fundamento de la violencia simbólica no reside en unas conciencias engañadas a las que bastaría con ilustrar, sino en disposiciones que se ajustan a las estructuras de dominación de las que son producto; no puede esperarse una ruptura de la complicidad que la víctima de la dominación simbólica concede al dominante, más que a través de una transformación radical de las condiciones sociales de producción de esas disposiciones, que induce a los dominados a adoptar respecto a los dominantes y respecto a sí mismos un punto de vista que no es otro que el de los dominantes.”1
El discurso de esta cultura es salvador. En nombre del bien de los hombres, de la familia, de los animales y la naturaleza, hace lo que hace y de verdad se lo cree. Salvo algunos pocos malos de verdad, la mayoría actúa en nombre del bien de la humanidad y de su historia, de esta manera, impregnan todo su discurso de una dulzura que apela, por supuesto, al sentido común-corazón chorreante tan bien instalados, vacunas de inmunidad.
Éste es el buenismo institucional: las leyes, la Cruz Roja, las iglesias, los partidos, los ejércitos, los Derechos Humanos, las organizaciones no gubernamentales (ONGs), etc., son buenistas. El buenismo afirma un sistema de relaciones de dependencia y de orgullo, funcional a la dinámica de dominio. Si queremos construir una ética realmente distinta, creo imprescindible desmontar este chorreo sensiblero y jamás recuperar esta sinrazón amorosa.
Entonces, ¿en qué zapatos queremos estar? ¿Desde dónde discutiremos esta macrocultura? ¿Desde el lugar de los poderosos, los creyentes y obedientes? El sistema, con sus poderes, sus críticos e instituciones, sabe lo que hace, y los movimientos de resistencia le
son favorables. Lo mueven para que actualice sus discursos, modernizándose y provocando la idea y sensación de falsos avances y progresos.
Pienso que para generar una nueva propuesta de mundo y de vida que valga la pena –sin repetirnos en los sucesivos fracasos de derecha e izquierda, de religiones antiguas o modernas, de ciencias y tecnologías–, necesitamos situarnos AFUERA de este orgullo histórico, para poder ver que la cultura vigente es desechable, incluidos sus productos más preciados, guardados en museos y bibliotecas como tesoros de permanencia y civilización.
Las seres humanas, realmente rebeldes y radicales, deberíamos profundizar y trascender las volteretas críticas de las y los intelectuales institucionalizados mentalmente, con la diferencia de que nuestros cuestionamientos provendrían desde otro lugar des-prendido y des-aprendido. Por esta misma razón, rechazo rotundamente la idea de transformarme, al hacer política, en la conciencia de todos ellos que saben, en las penumbras de sus pensamientos,
lo que nos están haciendo.
Para reconocer nuestra historia de deshumanización, debemos enfatizar el análisis crítico de la construcción ideológica de los deseos, marcados a fuego en los cuerpos. Pasar a entender el sistema parejil no como un instinto, sino como un mal producto cultural del deseo y sus diferentes variantes modélicas. Sin ver que la masculinidad contiene la
feminidad, no podremos situarnos en la deconstrucción del orden simbólico parejil y familista, y construir seres humanos sexuados, completos y en sí mismos, legitimados y respetados en todas sus dimensiones y capacidades.
En el mundo homosexual las relaciones están perturbadas por el sistema cultural parejil-familista, tanto como en la heterosexualidad. Es un mundo fronterizo en el que es posible la mirada desde el AFUERA, por su desplazamiento de lo establecido. Sin embargo, este desplazamiento llega a ser funcional y conservador de la tiranía parejil heterosexual, pues repite el sistema de dominación/dependencia de lo masculino-femenil, introyectando y reproduciendo
estereotipos; basta ver la representación de lo femenino y la misoginia en el mundo gay, que le demanda, además, patéticamente, tolerancia e igualdad al sistema.
La potencialidad para un cambio civilizatorio radica en desmontar el sistema canónico, inscrito en el amor romántico, el cual sostiene al espacio parejil de sexo-amor, diseñado especialmente para el dominio y la reproducción, estructurando las represiones sobre el cuerpo pensante y hablante, único instrumento con el que tocamos la vida.
La gran aventura de nuestros tiempos, pienso, es ensayar otras formas y otros códigos para relacionarnos y así desmontar esta cultura y sus dinámicas guerreras, permeadas de orgullo históricocultural. Sin esta experiencia, sólo daremos vueltas, volteretas y revueltas, cual saltimbanqui.


1) Pierre Bourdieu, “Una suave violencia”, La Piragua, No. 10, Santiago, 1995

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