sábado, 28 de abril de 2007

La quiebra del feminismo

Victoria Sendón

Cuando el pensamiento único, versión Fukuyama, emergía como una palmera en el desierto de las ideas; cuando la globalización neoliberal iba vaciando de contenido los antiguos atributos del Estado y todo se privatizaba al grito de laissez faire, laissez passer, que el mercado lo regula todo; cuando el país más poderoso de la Tierra se estrenaba en el gobierno del Forrest Gump de la política... hete aquí que unos árabes desarrapados, sin otras armas que unos cuchillos de plástico, nos brindan la puesta en escena de una crisis mundial apocalíptica en medio de decorados evanescentes que pretendían hacerse pasar por la sólida realidad que nos cobijaba.
La demanda angustiosa de seguridad convierte en prioritarios a los servicios públicos tan denostados por el nuevo orden, y los valores que pretendían fundar una era de más y más riqueza se desploman con las torres. La sobrecogida sociedad americana clama venganza y se declara finalmente una guerra contra el Mal como si de una cruzada se tratase. Toda la confusión mental y política se ponen de manifiesto.

A falta de un pensamiento político coherente, comienza el otro bombardeo, el bombardeo mediático de los eufemismos: que si “defensa propia”, que si “justicia infinita”, “libertad duradera”, “solidaridad internacional”..., en fin. Europa, sin voces disidentes, se suma a la liturgia de la confusión con un timorato “amen” sin saber hacia dónde mirar. Y el antiguo Imperio británico toma el bastón de mando de los “aliados” con un pueril entusiasmo que evoca aventuras pretéritas a lo Lawrence de Arabia. Tras siglos de civilización, sólo queda en pie el valor de la guerra para confirmar la brillante lógica del bombero pirómano que ataja el fuego con gasolina.

Posiblemente no contemos con el diferido necesario para tener una visión clara de lo que “nos” ha sucedido. Mientras los políticos confían en que se recupere el consumo como una brillante salida de la crisis y otros brujulean por los dígitos del “parqué” a ver qué pueden embolsarse en el río revuelto, algunos comienzan a aventurar la necesidad de un cambio de paradigma, aunque nadie señale qué tipo de modelo es el que ha periclitado. ¿El capitalismo salvaje globalizado? ¿La partitocracia como sistema pseudo-representativo? ¿El concepto mismo de desarrollo frente al de calidad de vida? ¿La visión masculina del mundo como reincidencia en el atolladero de lo Mismo? Tal vez todo esto y por su orden, pero lo más claro para mí es el fracaso del pensamiento político y de los políticos. La guerra como solución y el consumo como esperanza evidencian esta hipótesis. Las guerras, jalones de una historia de la política entendida como dominio, nos alejan de cualquier ilusión evolutiva de progreso.

Esta obligada síntesis un tanto esquemática del momento actual me sirve de introducción al tema propuesto, simplemente porque, como escribía Hannah Arendt, “el pensamiento surge de los acontecimientos de la experiencia vivida y debe mantenerse vinculado a ellos como a los únicos indicadores para poder orientarse”1.

Considerando que el Feminismo constituye un pensamiento y una práctica política, me pregunto si la quiebra actual no le afecta del mismo modo que a otras posiciones políticas para las que el mundo actual se ha tornado demasiado complejo en contraste con las soluciones tan simplistas que se le pretenden aplicar.

Los seguidores de Kuhn prevén un cambio de paradigma que siempre acaba por imponerse cuando el desfase entre problemas y soluciones se hace irreversible. Lo que sucede es que nos pilla con el paso cambiado después de dos décadas de aplicación de una política económica de hechos consumados y un vacío desolador en lo que a teoría se refiere. Esta conjunción promete decadencia total o imaginativas respuestas de última hora. Sea lo que sea, no valen regodeos, repeticiones ni autocomplacencias en lo ya conseguido a fin de “salvar los muebles” en un naufragio en el que lo que se debate es la supervivencia. Seguir pensando y actuando de la misma forma augura el desconcierto en el mundo que viene.

En cuanto a lo que nos ocupa, qué duda cabe de que el feminismo se ha ido consolidando en el último medio siglo pasado como un movimiento eficaz en cuanto a su expansión, interculturalidad e interclasismo, lo que ha supuesto para las mujeres del mundo un claro avance en relación a su emancipación. Un duro camino de reformas cualitativamente importantes que han mejorado la situación de muchas mujeres y que políticamente ha profundizado la democracia, pero que se ha revelado tremendamente débil frente a otras prioridades políticas que lo desbordan en lo que realmente importa.

Las feministas podemos crear un estado de opinión para que a las mujeres afganas les sea permitido quitarse la burka o volver a la escuela, pero somos impotentes ante una declaración de guerra. Podemos lanzar una campaña eficaz contra la ablación del clítoris en ciertas regiones, pero nada podemos hacer para modificar las exigencias de los créditos estructurales que hunden en la miseria a esos mismos países. Esto indica que el feminismo se ha centrado demasiado en “cuestiones femeninas” dejando el resto de los asuntos en manos de la incompetente competencia masculina. ¿Significa esto que el feminismo per se sólo puede aspirar a ser un movimiento reformista cuyos límites acaban donde comienzan las grandes cuestiones de Estado y los destinos del mundo? ¿Tendremos que refugiarnos en el intimismo de lo personal como reducto al margen del sistema? ¿O bien una crítica radical a ese sistema patriarcal nos legitima para crear una política propia como alternativa global? Veamos el estado de la cuestión.
Del Sujeto fantasmagórico a la ética de rebajas

Un cierto feminismo igualitarista alimentado en los principios de la Ilustración renuncia de entrada, en aras de esa igualdad, a la libertad de acción y de creación que propicie un paradigma que dé cabida a un pensamiento feminista con alternativas propias.

Este feminismo de la igualdad se ocupa de hacer progresar en la marcha del mundo, en la política institucional y en la sociedad los principios ilustrados, pero incluyendo en ellos a las mujeres. Como si la Historia se hubiera parado dos siglos, se intenta recomenzar lo que se inició con una carencia fundamental. Por eso su tema estrella es el del Sujeto, cuya crisis les produce pavor al pulverizar sus cimientos argumentales, ya que como declara su principal mentora en España, Celia Amorós, “El feminismo apuesta por una sociedad de sujetos –por supuesto, de lo que hemos llamado sujetos verosímiles y no iniciáticos– en el orden del deber ser”. Y espera que esta homologación de las mujeres en dicha categoría nos libere de la jerarquía oprimente de los géneros, dotándonos de una mayor autonomía en lugar de la heteronomía del papel asignado. Lo cual queda muy bien salvo el pequeño detalle de que los sujetos femeninos acabarán siendo meros fantasmas, libres ¡al fin! de su propio sexo.

Intentando huir de cualquier esencialismo que sirva de coartada para marginar a las mujeres, el feminismo igualitarista se arroba con el desencarnado cogito cartesiano que, libre de particularidades, se universaliza, independiente ya de su sexo, de su género y de otras nimiedades para volar por la estratosfera del discurso. Para Descartes, el ser humano está escindido en cuerpo y alma, perteneciendo el cuerpo al universo material cuya esencia es la “extensión”, pero lo que define al alma, lo que constituye su esencia, es la “razón” que nos equipara a todos los seres humanos. ¡Eureka! Huimos de una esencia para caer en otra, pero, eso sí, universal ¡qué alivio! Ahora, las mujeres universalizadas ya sólo somos razón, una especie de seres fantasmales y desencarnados, pero “no diferenciadas” dentro de lo humano. Y el arrobo llega al éxtasis cuando descubren que Poulain de la Barre utiliza el dualismo cartesiano cuerpo-mente para fundamentar, en la mente pensante, la igualdad de derechos de las mujeres. De mujeres sin cuerpo, claro.

Sentadas las bases de una universalidad tan atractiva, sólo resta fundamentar la individualidad como el otro polo necesario del ser Sujeto. Muy fácil: Desde el nominalista “principio de individuación”, que viene nada menos que de la Baja Edad Media, también se combate el esencialismo porque únicamente existen las realidades individuales, que en los seres humanos no se reducen a la substancia (el cuerpo), sino que esa substancia se vuelve Sujeto sin adscripción a una esencia. Más alquimias para huir de la realidad mostrenca de un cuerpo que nos pueda diferenciar un ápice de los varones. En pos del sujeto universal llegamos a la esfera angélica de espíritus puros en viaje hacia su forma.

La apuesta por una sociedad de sujetos queda así argumentada, pero este feminismo, que también es una ética, postula la ética sartriana como la más convincente “en el orden del deber ser”, cuyo valor definitorio es la trascendencia, es decir, el ir más allá de lo “dado”, que son nuestras circunstancias, entre las que se encuentra, casualmente, la de ser mujer. Esta insistencia comienza a ser tan preocupante que se me antoja tema de diván.

Ahora bien, sin esencia sin cuerpo sin nada que nos identifique como mujeres, tan universales y tan individuas ¿cómo conjugar este proyecto con la necesidad de acción colectiva propia de cualquier movimiento político? Amelia Valcárcel recoge el guante para apuntar la primera dificultad, pues el estatuto de individuas no nos viene así como así: “La individualidad han de concederla los iguales que atribuyan fundamento a la voluntad que reconocen”. O sea, que antes de ser individuas hemos de hacer méritos para que el poder masculino nos otorgue el estatuto de tales ¡vaya por dios! En cuanto a la necesidad política de un “nosotras” en la lucha por la emancipación, las feministas hemos de huir como de la peste de dos tentaciones en las que podríamos caer: el esencialismo y el naturalismo. Para evitar tales peligros, Valcárcel plantea que las mujeres compartimos una gama infinita de formas de estar en el mundo, una fenomenología, pero nunca una esencia, lo que también me resulta paradójico, ya que la fenomenología nos remite a esa situación de género que tan opresiva les resulta. Sigue discurriendo que, partiendo del principio ilustrado de que la universalidad abstracta y formal es de suyo un valor, lo mejor que podemos hacer como individuas y como “nosotras” es actuar como lo haría un hombre, ya que “hoy por hoy, es el único poseedor de la universalidad”, que es lo mismo que decir que no hay que aspirar a ningún tipo de excelencia ni de cambio por el mero hecho de ser mujer o de ser feminista, pues el igualar, aunque sea por abajo, supone ya una superación del estadio anterior de la desigualdad. Y a esta fantástica conclusión le llama ingeniosamente “el derecho al mal”. O sea, una ética de rebajas para andar por casa.
Pues bien, si la individualidad sólo se adquiere por el reconocimiento masculino y el modelo de universalidad también radica en los variopintos comportamientos varoniles, me pregunto si en lugar de tanta reflexión metafísica y de tantas servidumbres en la mediación no sería más fácil un cambio de sexo, que simplificaría muchísimo las cosas.

Resulta finalmente que la excitante aventura de ser Sujeto se traduce en la triste renuncia a ser mujeres. Con semejantes presupuestos igualitarios no me extraña que nos sintamos desarmadas cuando es el rumbo de la humanidad el que está en cuestión. Y lo que pongo en duda es que con esos lastres de pensamiento se pueda plantear siquiera un cambio de paradigma que, para empezar, no significa pensar cosas nuevas, sino de modo diferente. Tanta metafísica me temo que ya no nos sirve.

De cómo el rizoma volvió al útero
Ante un panorama tan desolador y partiendo de planteamientos filosóficos y psicológicos más incardinados en nuestro tiempo, me parece de lo más lógico que haya surgido un tipo de feminismo llamado de la diferencia, pues como dice Alessandra Bocchetti, “La homologación es una fachada que esconde el drama de no ser, porque no se es verdaderamente de ninguna parte”2, aunque ello no suponga renunciar a la vocación universalista que nos incorpora a las mujeres a la Historia: “Probablemente, la diferencia sexual representa la cuestión más universal que podemos encarar (...) Esto significa que las mujeres deben construir un modelo objetivo de identidad que les permita situarse como mujeres, y no simplemente como madres ni como iguales en las relaciones con el hombre, los hombres”3. Irigaray no se refiere aquí a la identidad como a un esencialismo, sino como a una voluntad de reconocer lo que somos, mujeres, con un cuerpo que nos diferencia, pero que en ningún caso puede fundamentar el estigma de la desigualdad. Cualquier movimiento emancipatorio lucha desde su “hecho diferencial” en lugar de negarlo. ¿Por qué las mujeres tendríamos que hacerlo?

Luisa Posada, desde posiciones ilustradas, rebate el proyecto de la “diferencia sexual” porque ello nos remite a una taxonomía naturalista de la que no podemos extraer conclusiones culturales o políticas, lo que sería cierto si estuviéramos hablando de la polaridad macho/hembra, pero la misma Simone de Beauvoir nos recuerda que “la humanidad es algo distinto de una especie; es un devenir histórico, y se define por la forma en que asume la facticidad natural”4. Y se escandaliza (Posada) porque el discurso de la diferencia nos haría entrar en el “ámbito simbólico”. Pues claro. ¿O es que se puede hablar de lo humano sin remitirnos a nuestra característica más propia de “animales simbólicos”? Pero es que Posada no concibe un pensamiento que no esté fundado en la legitimidad de la tradición (ilustrada): “Y tal discurso (el de lo simbólico) para ser explicitado desde el feminismo, tendría que romper todos sus lazos con los paradigmas y las categorías de la razón en su historia hasta el momento”5. Pues de eso se trata. ¿Por qué esa insistencia en la mediación masculina para seguir pensando y actuando políticamente? ¿Y por qué continuar en la línea de una tradición determinada? A la hora de tener que elegir, existen otras que también nos conducen a una emancipación que desemboca en la libertad y no en lo políticamente correcto.

El feminismo de la diferencia parte de la filosofía del mismo nombre, cuya lógica no es una lógica de los sujetos, sino de los predicados, porque la vida no trata del ser, sino del devenir. Con estos presupuestos no es extraño que el concepto mismo de Sujeto se plantee de modo diferente. Deleuze utiliza este nuevo concepto de sujeto para cargar contra un psicoanálisis para el que la historia del sujeto está edificada sobre el árbol genealógico familiar. Es como si nuestra aventura de vivir se redujera a actuar en el teatro del inconsciente, un teatrito doméstico en el que siempre se representa la misma obra: Edipo. Papá, mamá y yo. Explorar en las raíces el pasado familiar para alzarse hasta las ramas de un sujeto predeterminado es un auténtico aburrimiento además de irreal, pues afortunadamente nuestras conexiones, deseos o experiencias con infinidad de personas, objetos y aspectos de la vida aluden a un sujeto no arborescente, sino rizomático. El rizoma constituye un modelo mucho más gozoso, vital y abierto a lo imprevisto, a lo desconocido. Sus múltiples raicillas, que se extienden horizontalmente con multitud de líneas de fuga, nos posibilitan crear un sujeto idóneo para explorar la vida en lugar de someternos a los dictámenes de los complejos familiares. Este sujeto nómada y real nada tiene que ver con las entelequias ilustradas del cogito o del “principio de individuación” en busca de su forma. El nuevo sujeto es de carne y hueso, de deseos y búsquedas, de fracasos gozosos y victorias pírricas. Este sujeto es el Sujeto de la vida y no el de la metafísica.

También en esta línea, Luce Irigaray argumenta su crítica despiadada contra el psicoanálisis tradicional, pero desde una posición de mujer, desde una posición de experiencia propia. Irigaray enfatiza que las mujeres hemos perdido nuestra propia identidad (no común, sino propia) por haber olvidado nuestra genealogía matriarcalista así como la relación original con la madre. Como, además, nuestro mundo simbólico es patriarcal, esto provoca que las mujeres nos vivamos como seres neutros o en negativo, como no-varones, ya que carecemos de símbolos que nos vinculen a nuestra realidad.

En una continuidad de pensamiento, Luisa Muraro reinterpreta lo que los psicoanalistas llaman el “corte” simbólico –por el que pasamos de un estado natural de fusión con la madre al mundo de la cultura y de la significación a través del lenguaje– como una imposición que no responde a lo verdadero ni a lo necesario. “Por el contrario, yo afirmo que el orden simbólico comienza a establecerse necesariamente (o no se establecerá nunca) en la relación con la madre y que el ‘corte’ que nos separa de ésta no responde a una necesidad de orden simbólico”6.
Este salto epistemológico restituye la función de la maternidad y la figura de la madre al nivel que corresponde a quien nos enseña algo tan fundamental como vivir, amar o hablar, realidades que pertenecen al mundo de la cultura y no sólo de la naturaleza. Muraro arrebata así a la función paterna el privilegio de introducirnos en el orden simbólico. Sin embargo, lo que me resulta preocupante es que la referencia omniabarcante a la madre anule otros referentes con el mundo que también nos constituyen como sujetos “rizomáticos” y plurifacéticos. Si bien el feminismo tendría que re-significar o simbolizar la relación originaria con la madre como un punto de partida irrenunciable, también es la madre quien nos lanza al mundo, a la aventura de vivir, porque cortar el cordón umbilical y enseñarnos a caminar constituyen igualmente actos simbólicos que han de tener sus consecuencias y su explicitación. Pero el no incidir en esta realidad hace que Muraro entienda la política como una mera mediación entre mujeres sin otras relaciones significantes con el mundo.

Desde esta posición uterina difícilmente se pueden plantear propuestas que nos hagan avanzar políticamente. Así, el proyecto desde un pensamiento de la diferencia queda abortado. La diferencia sexual pierde su oportunidad de actuar como lo Otro, como la negación de lo Mismo que niega a su vez nuestra diferencia como significante.

Una posible línea de fuga ante esta situación puede ir por los derroteros que señala Rosa María Rodríguez Magda cuando escribe: “Otro camino a seguir explorando es el de la asunción de las tematizaciones generales de la diferencia incluyendo a lo femenino, lo cual no quiere decir necesariamente hacer un feminismo esencialista de la diferencia, sino recoger lo positivo de la crítica a lo Mismo, la deconstrucción, la diferencia, lo diverso... también para las mujeres como grupo marginado –y de nuevo marginado en las filosofías de la diferencia–, utilizando los recursos lógicos y gnoseológicos que aportan dichas tendencias para la construcción de nuestra identidad genérica”7.

Una tercera posición desde la que poder plantear un nuevo paradigma, políticamente hablando, se apoyaría en la crítica radical a un orden simbólico y real que se repite neuróticamente como lo Mismo sin que una nueva lógica sea capaz de cortar el nudo gordiano de la dominación. Sin duda que esa nueva lógica no vendrá desde el parloteo sideral del cogito, sino desde la experiencia misma con la radicalidad del ser, es decir, con la madre, porque ésa es la lógica de la vida, del amor, del devenir en un mundo, de momento, ajeno. Sin embargo, esa matriz de vida, más allá de la lógica tradicional, ha de servirnos para inaugurar un sentido nuevo del Mundo y no para excluirnos de él. Convertir el significante de la Madre en un fin en sí mismo, en un útero devorador, impediría cualquier evolución humana.

Como movimiento político, el feminismo no se libra de la quiebra general y si quiere seguir siendo, continuar existiendo significativamente, tendrá que replantear sus posiciones ante una nueva era cuyo abordaje se encuentra atascado por la falta de perspectivas. El atender exclusivamente a “cuestiones femeninas” en orden a la emancipación o la tentación de huida al reconfortante útero simbólico clausura sin duda un tiempo de feminismos que prometía transformar el mundo y cambiar la vida.

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